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.Ambos estaban armados.Añosdespués, en sus divagaciones lunáticas, mi abuela solía decir: «Dios le dio aNicolasito la ocasión de perdonarle la vida a ese pobre hombre, pero no supoaprovecharla».Quizás lo pensaba porque el coronel le dijo que había visto unrelámpago de pesadumbre en los ojos del adversario tomado de sorpresa.Tambiénle dijo que cuando el enorme cuerpo de ceiba se derrumbó sobre los matorrales,emitió un gemido sin palabras, «como el de un garito mojado».La tradición oralatribuyó a Papalelo una frase retórica en el momento de entregarse al alcalde:«La bala del honor venció a la bala del poder».Es una sentencia fiel al estilo liberal de la época pero no he podidoconciliarla con el talante del abuelo.La verdad es que no hubo testigos.Una versión autorizada habrían sido lostestimonios judiciales del abuelo y sus contemporáneos de ambos bandos, perodel expediente, si lo hubo, no quedaron ni sus luces.De las numerosasversiones que escuché hasta hoy no encontré dos que coincidieran.El hecho dividió a las familias del pueblo, incluso a la del muerto.Una partede ésta se propuso vengarlo, mientras que otros acogieron en sus casas aTranquilina Iguarán con sus hijos, hasta que amainaron los riesgos de unavenganza.Estos detalles me impresionaban tanto en la niñez que no sólo asumíel peso de la culpa ancestral como si fuera propia, sino que todavía ahora,mientras lo escribo, siento más compasión por la familia del muerto que por lamía.A Papalelo lo trasladaron a Riohacha para mayor seguridad, y más tarde a SantaMarta, donde lo condenara un año: la mitad en reclusión y la otra en régimenabierto.Tan pronto como fue libre viajó con la familbreve tiempo a lapoblación de Ciénaga, luego a Panamá, donde tuvo otra hija con un amor casual,y por fin al insalubre y arisco corregimiento de Aracataca, el empleo decolector de hacienda departamental.Nunca más estuvo armado en la calle, aun en los peores tiempos de la violenciabananera, y sólo tuvo el revólver bajo la almohada para defender la casa.Aracataca estaba muy lejos de ser el remanso con que soñaban después de lapesadilla de Medardo Pacheco.Había nacido como un caserío chimila y entró enla historia con el pie izquierdo como un remoto corregimiento sin Dios ni leydel municipio de Ciénaga, más envilecido que acaudalado por la fiebre delbanano.Su nombre no es de pueblo sino de río, que se dice ara en lenguachimila, y Cataca, que es la palabra con que la comunidad conocía al quemandaba.Por eso entre nativos no la llamamos Aracataca sino como debe ser:Cataca.Cuando el abuelo trató de entusiasmar a la familia con la fantasía de que allíel dinero corría por las calles, Mina había dicho: «La plata es el cagajón deldiablo».Para mi madre fue el reino de todos los terrores.El más antiguo querecordaba era la plaga de langosta que devastó los sembrados cuando aún era muyniña.«Se oían pasar como un viento de piedras», me dijo cuando fuimos a venderla casa.La población aterrorizada tuvo que atrincherarse en sus cuartos, y elflagelo sólo pudo ser derrotado por artes de hechicería.En cualquier tiempo nos sorprendían unos huracanes secos que desentechabanranchos y arremetían contra el banano nuevo y dejaban el pueblo cubierto de unpolvo astral.En verano se ensañaban con el ganado unas sequías terribles, ocaían en invierno unos aguaceros universales que dejaban las calles convertidasen ríos revueltos.Los ingenieros gringos navegaban en botes de caucho, porentre colchones ahogados y vacas muertas.La United Fruit Company, cuyossistemas artificiales de regadío eran responsables del desmadre de las aguas,desvió el cauce del río cuando el más grave de aquellos diluvios desenterró loscuerpos del cementerio.La más siniestra de las plagas, sin embargo, era la humana.Un tren que parecíade juguete arrojó en sus arenas abrasantes una hojarasca de aventureros de todoel mundo que se tomaron a mano armada el poder de la calle.Su prosperidadatolondrada llevaba consigo un crecimiento demográfico y un desorden socialdesmadrados [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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